lunes, 31 de enero de 2011

Parecía un día como otro cualquiera cuando me desperté aquel sábado por la mañana. Tumbada en la cama podía escuchar perfectamente los gritos de mis hermanos, que rollo, ya se estaban peleando otra vez. Me arrastré a tientas hasta la puerta del armario, envuelta por la oscuridad. No me apetecía encender la luz. Reconocí la ropa entre un gran montón desordenado, cogí la toalla que estaba encima del escritorio y me metí en la ducha. Sólo una vez vestida me digné a subir la persiana. Fue entonces, y no antes, cuando supe que ese día sería un día especial. El sol brillaba desafiando al frío invierno. Mi primera sonrisa del día. Una sensación de perfección flotaba en el aire. Encendí el ordenador, encendí el móvil. Cinco en la plaza. Ningún problema. Mi padre me acercó en coche. Recuerdo perfectamente que sonaba la radio y que yo no podía dejar de cantar. Recuerdo que me miraba en el espejo y me veía pequeñita. Recuerdo esa chispa en los ojos, ahora ha desaparecido. Bajé del coche. Llegaba tarde. Caminamos hacia tu casa. Conversación ligera, besos larguísimos. Ese día es muy especial en mi vida. Nunca podré olvidar esos ojos que me miraban fijamente. Nunca podré olvidar la sensación de plenitud. Nunca podré olvidar esa enorme sonrisa que no era capaz de borrar de mi vida. Nunca podré olvidar todos tus besos. Con absoluta certeza sé que ése, y no otro, fue el día en que me di cuenta de que estaba enamorada de ti. Recuerdo que lloraste, que no querías separarte de mí, bajo la luz de las farolas me suplicaste que nunca me fuera de tu vida... Ahora eres tú quien me ha echado. Era un 14 de febrero, concretamente el de 2009. El espíritu de San Valentín flotaba en el aire.

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