lunes, 18 de julio de 2011

Tú me enseñaste a vivir.

Es como aquella vez que me desperté en un despiadado y mal encarado abril, con una fiebre que podría matar a un roble y con muchas ganas de llorar. Tenía un miedo que congelaba, un miedo tan profundo que hizo llagas en mi interior. Quería marcharme de allí y no comprendía por qué era mi vida tan injusta, no lo comprendía porque hacía ya algunos días que mejoraba y estaba volviendo a caer, estaba empezando a hundirme en los restos de aquella enfermedad que me consumía. No tenía a nadie excepto a ti, tú que me miraste como si se te cayera el mundo encima. Veía tus lágrimas en cada sonrisa, veía como te esforzabas por ser fuerte para no asustarme y yo también quise ser fuerte para que no te sintieras solo. La fiebre iba en aumento y yo no podría marcharme, por eso lloraba, y tú estabas ahí, junto a mí, sosteniendo mi mano en la tormenta porque sabías que estaba aterrada. Te dije que ya no tenía fuerzas, que estaba cansada de estar en aquel maldito lugar, encerrada, aislada del mundo. Yo quería ver el sol y hacer deberes, quería elegir qué ropa ponerme cada mañana y, claro que quería ser fuerte, lo deseaba más que nada, pero ya estaba muy cansada, agotada a causa del dolor y no podía seguir siéndolo. Estabas ahí, estuviste ahí todo el tiempo, incluso cuando me superé y pude soportarlo sola. Por eso te quiero, porque tú nunca soltarás mi mano, papá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario