martes, 30 de agosto de 2011

P.D.: no sé qué decir.

Con tu sucia camisa y, en lugar de sonrisa, una especie de mueca. Consumida, frágil, moribunda, abandonada. Hace tiempo ha perdido hasta el último soplo de tranquilidad e, inconsciente, ve como el tic-tac del reloj se lleva el humo de cada cigarrillo que se fumó a la par que fumaba la piel bronceada de aquel hombre que ya no está dispuesto a aguantar sus disparos de emoción. Ya no cree en el bien ni en el mal, la cordura de la vida la ha arrastrado a la locura y la locura de su vida no es capaz de devolverle su cordura. No entiende ése cuento de hadas en el que una chica amiga de ratones crea su propio vestido para perderse con él en el bosque y vivir en una cabaña junto a una malvada madrastra disfrazada de dragón, es que nada bueno puede salir de una historia así. Y de sus labios escarlata corre sangre negra, unos metálicos dientes han desgarrado su piel, su alma y su suerte, ya poco le queda, más que curar las heridas con tequila y aguardiente. Entre la cirrosis y la sobredosis andas siempre muñeca. Con el recuerdo, basto como el palo de la baraja, de un amor que hace incapié en cada latido de su corazón que envía la sangre a sus cardenales. El amor ya poco significa, ella sólo puede ver soledad y desesperación, nieve, sangre, dolor, frío y entrañas porque una vez que la primera herida ha desgarrado el corazón poco se puede hacer, una herida de amor es como una herida de bala, dependiendo de por dónde entre puede matar y ésta, nunca mejor dicho, ha entrado en el pecho. Es como si le faltara el aire, la película de cada uno de sus momentos de amor pasa por delante de sus ojos. Ve su piel, su labios, sus ojos verdes, su lengua, su torso, su pasión. Lo ve a él, en todo su esplendor y se pregunta: ¿Por qué he permitido que él fuera mi único motivo para vivir?

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